Una mujer de 65 años se pasea tarareando por su departamento del tercer piso, mientras la señora que va todos los martes a hacer el aseo pasa la aspiradora en el comedor.
La mujer con una gran sonrisa, como si recién hubiese encontrado la calma, se dirige a la terraza con dos velas rojas para mirar el atardecer una vez más con su esposo, Robert.
Se sienta serenamente en el sillón frente a una pequeña mesa de vidrio. Estira su brazo y toma una caja de fósforos que usa para prender ambas velas y un delgado cigarrillo.
El cielo se comienza a tornar de un color rojizo y la mujer dirige la mirada hacia el horizonte, pero justo en ese instante siente en sus cansados pies descalzos algo. Baja la mirada y pega un grito que destroza la tranquilidad del momento y que hace volar a una bandada de pájaros del viejo roble al que el otoño le había quitado casi todas sus hojas; una pequeña araña caminaba sobre ella.
Su empleada llega corriendo aterrorizada a la terraza con una escoba, y al ver lo que pasaba, intenta aplastar al escurridizo arácnido con el utencilio de aseo.
Entre tanta desesperación, se escucha el sonido de un vidrio quebrándose, lo siguiente: un silencio ensordecedor, mientras la empleada mira con cara de pánico a la señora.
En el suelo yacen las dos velas aún encendidas, junto a una vasija destruida y las cenizas de Robert desparramadas por todo el suelo.
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